Por: Miranda Rodríguez Díaz de León
San Manuel Bueno, mártir se
incorpora a nuestra historia literaria no sólo como uno de los textos más
conseguidos sino también en calidad de plasmación de las ideas que su creador,
Unamuno, había ido desglosando a lo largo de su producción. Es precisamente
este último aspecto el que la siguiente reflexión pretende exponer, observando
la realización narrativa que San Manuel supone de un pensamiento desarrollado
en otros escritos unamunianos. El reflejo de esas ideas se produce no sólo en
un nivel semántico, sino también a nivel estilístico, lo cual permite observar
una coherencia absoluta de pensamiento y expresión en el libro.
Como hemos advertido el afán de
plenitud encuentra un muro insoslayable en la. Por tanto, solamente la
conciencia del no-ser promueve la angustia, el conflicto, el sentimiento
trágico de la vida que en San Manuel Bueno, mártir va a ser recogido bajo la
forma sustantiva secreto, es decir, el misterio del santo que con un magnífico
sentido de la intriga se va a desgranar a lo largo del texto es justamente ese
sentimiento trágico, a saber, el “ser para la muerte” que expusieron,
desarrollando la filosofía vitalista, los existencialistas de un modo u otro.
Ahora bien, la conciencia de
finitud señalada y que caracteriza a don Manuel como un ser-en-lucha arranca de
una visión particular de la realidad o vida como devenir, continuo cambio, de
tal forma que el mundo es una conformación de opuestos, uno de los cuales es
justamente el que toma como polos de la oposición la vida y la muerte. Aunque
evidentemente esta perspectiva del mundo ya la había incorporado Heráclito como
un elemento nuevo en su época, es más obvia la filiación unamuniana con
Bergson. Será la intuición, el sentimiento, que es lo que inunda a los personajes
del texto de Unamuno que tratamos, y que ya Antonio Machado en Campos de
Castilla había poetizado en la imagen de una abeja, lo que revela la
dinamicidad de una realidad donde no se encuentra ningún sentido, ninguna
verdad absoluta. Esta exposición esencialmente bergsoniana no es ociosa en
tanto que esa ausencia de verdades a las que asirse está muy patente en San
Manuel Bueno, mártir como factor generador de angustia. Ello se aprecia desde
el momento en que don Manuel concreta su estado como su verdad, diferenciando o
alejando al resto del pueblo que posee otra verdad. No hay ya una verdad, sino
verdades. “Y con la verdad, con mi verdad no vivirían” (Unamuno, 1993c, 123)
confesará don Manuel a Lázaro. En Cómo se hace una novela se expresó en una línea
semejante Unamuno: “Mi papel es mi verdad y debo vivir mi verdad, que es mi
vida” (1993b, 159)”. La verdad se plantea ya como algo individual, esto es,
como sentimiento, en suma, como proyección del concepto de intrahistoria en
calidad de apropiación personal del entorno, de particularización de las
circunstancias externas. Por ello en otro pasaje de Cómo se hace una novela se
lee: “La razón es aquello en que estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos
la mayoría. La verdad es otra cosa, la razón es social; la verdad, de
ordinario, es completamente individual, personal e incomunicable. La razón nos
une y las verdades nos separan” (1993b, 145). Remarcamos en cursiva una frase
que se advierte claramente en el personaje de don Manuel al hablar de su verdad.
La tragedia de su verdad reside en que ha sido él mismo quien la ha forjado
desde su intransferible estado de agonía. Incluso el carácter de incomunicable
que Unamuno adjudica a la verdad parece comprobarse al establecerla como
secreto. Mas ya no es sólo la voluntad de no transmisión de la misma sino el
rasgo de incomunicación como imposibilidad per se, ya que Ángela entiende que
el pueblo no entendería las sombras del santo a pesar de que se les relataran:
“Querer exponerles eso [el secreto] sería como leer a unos niños de ocho años
unas páginas de Santo Tomás de Aquino... en latín” (Unamuno, 1993c, 143).
Por tanto, ya no hay verdad o,
mejor, razón, entendimiento, sino verdades, sentimiento. Latente está en esta
aserción la crisis del Positivismo y del Racionalismo que desembocó en el
encuentro de la ciencia con una realidad cambiante, dinámica y compleja,
provocando la caída de la seguridad positivista con sus firmes nociones y
métodos.
Esta última idea es esencial para
entender los personajes de San Manuel Bueno, mártir. Faltos de razón, de
asideros positivistas, los seres se arrojan a una existencia de
indeterminación, de elección entre posibilidades, como indicaba Heiddeger.
Bajtin también se refirió a ello al tratar la creación del personaje como un
favorecer por parte del autor, situado en una posición externa, actos o
situaciones en los que el personaje haya de decantarse por una opción u otra.
De este modo, don Manuel escoge sobrellevar su tragedia para mantener la
felicidad ilusoria del pueblo; elige descansar su sufrimiento en Lázaro y,
consecuentemente, en Ángela; Lázaro se propone seguir a don Manuel pues, tras
conocer su secreto, lo ve como un santo. Escena especialmente tensa es aquella
en la que Ángela se encuentra con don Manuel tras el conocimiento de la
realidad del cura de Valverde de Lucerna. Situación angustiosa donde los
personajes están solos, formándose, decidiendo: “Y cuando al fin me acerqué a
él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el juez y quién era el reo?-,
los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fue
él, don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para decirme con voz que
parecía salir de una huesa” (Unamuno, 1993c, 125). El desasosiego del momento
se patentiza en la designación de éste como tribunal de la penitencia. Por otro
lado, las cursivas significan las apuestas que cada personaje realiza para
solventar el conflicto al que se ven sometidos. Son personajes haciéndose,
obrando, tornándose en entidades vivas, auténticas, reales.
A partir de la confesión de
Ángela con su padre espiritual se van a ir eslabonando diálogos donde los
personajes se muestran en su realidad íntima, su interioridad. Sólo hallamos un
fragmento donde el diálogo desaparece, pero es muy interesante acercarse para
encontrar otro nuevo sumario que reduce cualquier conato de anécdota: “Aquellos
años pasaron como un sueño” (Unamuno, 1993c, 114). A ello debe añadirse el
hecho de que las acciones realizadas por Ángela, ayudando a don Manuel en sus
servicios, se comprimen: “Yo le ayudaba cuanto podía en sus menesteres,
visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la escuela,
arreglaba el ropero de la iglesia, y le hacía, como me llamaba él, de
diaconista” (Unamuno, 1993c, 114). Se coartan las posibles vetas de expansión
argumental ya que lo que interesa es la palabra. Soslayados los
acontecimientos, únicamente viven los personajes en el diálogo. Que duda, del
que desea creer. En Mi religión precisamente se puede leer: “Mi religión es
luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con
Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él
luchó Jacob” (Unamuno, 1978, 10). Don Manuel encontrará en las obras un medio
para llevar a cabo esta lucha y poder ser en el mundo, esto es, realizar sus
anhelos de querer ser. Ahora bien, en este punto es donde se aprecia cierta
ambigüedad que se resuelve en dos direcciones.
Si ya anteriormente comentamos
cómo la dimensión agonista de don Manuel acababa por imponerse al final del
relato en la propia Ángela, que se veía cruzada por una serie de preguntas
realmente cuestionadoras de sus convicciones religiosas, también es cierto que
el hambre de inmortalidad la impregna y absorbe. Uno de los últimos fragmentos
de la narración de Ángela es maravilloso en cuanto a la manifestación de ese
ansia de ser, de la sed de eternidad, del serlo todo, inundándolo de yo y
afirmándose por encima de todo tiempo. Unos deseos que son ya en sí la
perpetuación de don Manuel en el otro, en Ángela. Reproducimos el fragmento,
aunque extenso, debido a su riqueza y hermosura:
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a
vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida,
a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del
pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con
su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar
las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me
parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer.
No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí
(Unamuno, 1993c, 145).
Estas palabras de Ángela,
eliminando las que aluden al modelo de enseñanza, son la auténtica filosofía
vital de don Manuel. El texto contiene dos partes claramente diferenciadas:
— Anhelo de serlo todo. Y este todo abarca
no ya sólo a la población sino a la naturaleza. Debido al carácter de esta
reflexión no me extenderé más, pero son muchas los comentarios que este aspecto
suscita. Téngase en mente la escena en que don Manuel contempla a una cabrera,
señalando: “Mira, parece como si se hubiera acabado el tiempo, como si esa
zagala hubiese estado ahí siempre [...]. Esa zagala forma parte, con las rocas,
las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia”
(Unamuno, 1993c, 130). La Naturaleza es la eternidad, la permanencia; la
Historia es la destrucción, es tiempo. Al descansar en la naturaleza, el santo
de Valverde vive para siempre. Incluso ya desde el inicio del relato Ángela lo
describía haciendo alusión a elementos del paisaje, atestiguándose la
apropiación que sobre éste había operado don Manuel.
— Sensación de eternidad plena a partir de
la apropiación del otro, ya sea naturaleza o pueblo.
Más allá de la novela de carne y
hueso, de la novela de la palabra fijada, esto es, por encima de la obra se
impone la “novela divina”, la escritura de Dios, donde las almas también
vivirán, abriéndose la puerta a la esperanza no sólo para personajes sino
además para el propio autor, Unamuno, resolviéndose a la vez la ambigüedad que
la mediación del manuscrito imprimía a la aseveración de Ángela sobre la
ignorancia que pesaba en don Manuel y Lázaro a propósito de su creencia en la
inmortalidad: “se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas
asentadas más allá de la fe y la desesperación, que en ellos, en los lagos y
las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron” (Unamuno,
1993c, 150).
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