martes, 29 de octubre de 2013

Miguel de Unamuno: "San Manuel bueno martir"


Por: Miranda Rodríguez Díaz de León
San Manuel Bueno, mártir se incorpora a nuestra historia literaria no sólo como uno de los textos más conseguidos sino también en calidad de plasmación de las ideas que su creador, Unamuno, había ido desglosando a lo largo de su producción. Es precisamente este último aspecto el que la siguiente reflexión pretende exponer, observando la realización narrativa que San Manuel supone de un pensamiento desarrollado en otros escritos unamunianos. El reflejo de esas ideas se produce no sólo en un nivel semántico, sino también a nivel estilístico, lo cual permite observar una coherencia absoluta de pensamiento y expresión en el libro.
Como hemos advertido el afán de plenitud encuentra un muro insoslayable en la. Por tanto, solamente la conciencia del no-ser promueve la angustia, el conflicto, el sentimiento trágico de la vida que en San Manuel Bueno, mártir va a ser recogido bajo la forma sustantiva secreto, es decir, el misterio del santo que con un magnífico sentido de la intriga se va a desgranar a lo largo del texto es justamente ese sentimiento trágico, a saber, el “ser para la muerte” que expusieron, desarrollando la filosofía vitalista, los existencialistas de un modo u otro.
Ahora bien, la conciencia de finitud señalada y que caracteriza a don Manuel como un ser-en-lucha arranca de una visión particular de la realidad o vida como devenir, continuo cambio, de tal forma que el mundo es una conformación de opuestos, uno de los cuales es justamente el que toma como polos de la oposición la vida y la muerte. Aunque evidentemente esta perspectiva del mundo ya la había incorporado Heráclito como un elemento nuevo en su época, es más obvia la filiación unamuniana con Bergson. Será la intuición, el sentimiento, que es lo que inunda a los personajes del texto de Unamuno que tratamos, y que ya Antonio Machado en Campos de Castilla había poetizado en la imagen de una abeja, lo que revela la dinamicidad de una realidad donde no se encuentra ningún sentido, ninguna verdad absoluta. Esta exposición esencialmente bergsoniana no es ociosa en tanto que esa ausencia de verdades a las que asirse está muy patente en San Manuel Bueno, mártir como factor generador de angustia. Ello se aprecia desde el momento en que don Manuel concreta su estado como su verdad, diferenciando o alejando al resto del pueblo que posee otra verdad. No hay ya una verdad, sino verdades. “Y con la verdad, con mi verdad no vivirían” (Unamuno, 1993c, 123) confesará don Manuel a Lázaro. En Cómo se hace una novela se expresó en una línea semejante Unamuno: “Mi papel es mi verdad y debo vivir mi verdad, que es mi vida” (1993b, 159)”. La verdad se plantea ya como algo individual, esto es, como sentimiento, en suma, como proyección del concepto de intrahistoria en calidad de apropiación personal del entorno, de particularización de las circunstancias externas. Por ello en otro pasaje de Cómo se hace una novela se lee: “La razón es aquello en que estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos la mayoría. La verdad es otra cosa, la razón es social; la verdad, de ordinario, es completamente individual, personal e incomunicable. La razón nos une y las verdades nos separan” (1993b, 145). Remarcamos en cursiva una frase que se advierte claramente en el personaje de don Manuel al hablar de su verdad. La tragedia de su verdad reside en que ha sido él mismo quien la ha forjado desde su intransferible estado de agonía. Incluso el carácter de incomunicable que Unamuno adjudica a la verdad parece comprobarse al establecerla como secreto. Mas ya no es sólo la voluntad de no transmisión de la misma sino el rasgo de incomunicación como imposibilidad per se, ya que Ángela entiende que el pueblo no entendería las sombras del santo a pesar de que se les relataran: “Querer exponerles eso [el secreto] sería como leer a unos niños de ocho años unas páginas de Santo Tomás de Aquino... en latín” (Unamuno, 1993c, 143).
Por tanto, ya no hay verdad o, mejor, razón, entendimiento, sino verdades, sentimiento. Latente está en esta aserción la crisis del Positivismo y del Racionalismo que desembocó en el encuentro de la ciencia con una realidad cambiante, dinámica y compleja, provocando la caída de la seguridad positivista con sus firmes nociones y métodos.
Esta última idea es esencial para entender los personajes de San Manuel Bueno, mártir. Faltos de razón, de asideros positivistas, los seres se arrojan a una existencia de indeterminación, de elección entre posibilidades, como indicaba Heiddeger. Bajtin también se refirió a ello al tratar la creación del personaje como un favorecer por parte del autor, situado en una posición externa, actos o situaciones en los que el personaje haya de decantarse por una opción u otra. De este modo, don Manuel escoge sobrellevar su tragedia para mantener la felicidad ilusoria del pueblo; elige descansar su sufrimiento en Lázaro y, consecuentemente, en Ángela; Lázaro se propone seguir a don Manuel pues, tras conocer su secreto, lo ve como un santo. Escena especialmente tensa es aquella en la que Ángela se encuentra con don Manuel tras el conocimiento de la realidad del cura de Valverde de Lucerna. Situación angustiosa donde los personajes están solos, formándose, decidiendo: “Y cuando al fin me acerqué a él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el juez y quién era el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fue él, don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para decirme con voz que parecía salir de una huesa” (Unamuno, 1993c, 125). El desasosiego del momento se patentiza en la designación de éste como tribunal de la penitencia. Por otro lado, las cursivas significan las apuestas que cada personaje realiza para solventar el conflicto al que se ven sometidos. Son personajes haciéndose, obrando, tornándose en entidades vivas, auténticas, reales.
A partir de la confesión de Ángela con su padre espiritual se van a ir eslabonando diálogos donde los personajes se muestran en su realidad íntima, su interioridad. Sólo hallamos un fragmento donde el diálogo desaparece, pero es muy interesante acercarse para encontrar otro nuevo sumario que reduce cualquier conato de anécdota: “Aquellos años pasaron como un sueño” (Unamuno, 1993c, 114). A ello debe añadirse el hecho de que las acciones realizadas por Ángela, ayudando a don Manuel en sus servicios, se comprimen: “Yo le ayudaba cuanto podía en sus menesteres, visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la escuela, arreglaba el ropero de la iglesia, y le hacía, como me llamaba él, de diaconista” (Unamuno, 1993c, 114). Se coartan las posibles vetas de expansión argumental ya que lo que interesa es la palabra. Soslayados los acontecimientos, únicamente viven los personajes en el diálogo. Que duda, del que desea creer. En Mi religión precisamente se puede leer: “Mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob” (Unamuno, 1978, 10). Don Manuel encontrará en las obras un medio para llevar a cabo esta lucha y poder ser en el mundo, esto es, realizar sus anhelos de querer ser. Ahora bien, en este punto es donde se aprecia cierta ambigüedad que se resuelve en dos direcciones.
Si ya anteriormente comentamos cómo la dimensión agonista de don Manuel acababa por imponerse al final del relato en la propia Ángela, que se veía cruzada por una serie de preguntas realmente cuestionadoras de sus convicciones religiosas, también es cierto que el hambre de inmortalidad la impregna y absorbe. Uno de los últimos fragmentos de la narración de Ángela es maravilloso en cuanto a la manifestación de ese ansia de ser, de la sed de eternidad, del serlo todo, inundándolo de yo y afirmándose por encima de todo tiempo. Unos deseos que son ya en sí la perpetuación de don Manuel en el otro, en Ángela. Reproducimos el fragmento, aunque extenso, debido a su riqueza y hermosura:
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí (Unamuno, 1993c, 145).

Estas palabras de Ángela, eliminando las que aluden al modelo de enseñanza, son la auténtica filosofía vital de don Manuel. El texto contiene dos partes claramente diferenciadas:

—     Anhelo de serlo todo. Y este todo abarca no ya sólo a la población sino a la naturaleza. Debido al carácter de esta reflexión no me extenderé más, pero son muchas los comentarios que este aspecto suscita. Téngase en mente la escena en que don Manuel contempla a una cabrera, señalando: “Mira, parece como si se hubiera acabado el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre [...]. Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia” (Unamuno, 1993c, 130). La Naturaleza es la eternidad, la permanencia; la Historia es la destrucción, es tiempo. Al descansar en la naturaleza, el santo de Valverde vive para siempre. Incluso ya desde el inicio del relato Ángela lo describía haciendo alusión a elementos del paisaje, atestiguándose la apropiación que sobre éste había operado don Manuel.
—     Sensación de eternidad plena a partir de la apropiación del otro, ya sea naturaleza o pueblo.

Más allá de la novela de carne y hueso, de la novela de la palabra fijada, esto es, por encima de la obra se impone la “novela divina”, la escritura de Dios, donde las almas también vivirán, abriéndose la puerta a la esperanza no sólo para personajes sino además para el propio autor, Unamuno, resolviéndose a la vez la ambigüedad que la mediación del manuscrito imprimía a la aseveración de Ángela sobre la ignorancia que pesaba en don Manuel y Lázaro a propósito de su creencia en la inmortalidad: “se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas asentadas más allá de la fe y la desesperación, que en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron” (Unamuno, 1993c, 150).

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